Adiós, Barcelona y saludos desde mi nueva ubicación permanente: la localidad costera, maresmera, y de ínfulas tropicales que es Mataró.
Cuna también (si se me permite la observación) del primer ferrocarril peninsular, como varios amigos me recordaron cuando desvelé mis planes de mudanza.
Llevo aquí dos semanas (día arriba día abajo) y estoy sorprendido por sentirme como pez en el agua en un ecosistema (la playa y el buen tiempo) del que no soy autóctono y para el que no estoy ni genética ni psicológicamente preparado.
Vivir tan cerca del mar me resulta extraño. Cuando comparto fotos del mar y sus aledaños mi aracnosentido de la vergüenza me hace imaginar que quien las vea me supondrá de vacaciones permanentes.
Algo ridículo, claro, si no tuviera que trabajar me encontraríais sin duda bajo el cielo plomizo y fastidioso de una ciudad interiorísima del norte de Europa.
Irónicamente, durante el mes que la mudanza estuvo en mi corazón y en mi cabeza, varias personas de mi órbita manifestaron intereses migratorios parecidos y me vi representando el papel de embajador de la costa y la vida extramuros.
Por fortuna esta profesión impostada para la cual no estoy cualificado vino precedida de un buen puñado de conversaciones e intercambios de pareceres con Erica, una experimentada habitante del extrarradio con una visión práctica y articulada sobre las bondades de la vida a 40 minutos de distancia de la ciudad condal.
Dichas bondades incluyen: unos niveles de decibelios más respetuosos con la audición, una temperatura más favorable para las funciones vitales normales, una atmósfera ligeramente menos contaminada (o eso quiero creer), una menor densidad de tráfico y de población (la excepción son los Rodalies que transportan grupos de turistas entre sus Airbnbs y sus tumbonas de playa), y una cantidad de euros por metro cuadrado más amable con el bolsillo, todo lo cual redunda en una mejor calidad de vida.
O eso quiero creer.
Las partes menos buenas quedan pendientes para un futuro texto donde quizá me desdiga de todo lo anterior y de por concluida esta pintoresca aventura. Al fin y al cabo, no sería la primera vez que regreso a Barcelona después de jurar que no lo volvería a hacer.