Escribo estas líneas desde el tren León-Barcelona que me devolverá, por fin, a casa. ¿Pero a qué llamo yo casa? ¿Cuánto tiempo he estado realmente fuera? ¿Y quién es el presidente ahora? Imposible determinar nada con exactitud (especialmente con esta wifi). Lo que para mí representaron varios años de soledad y vacío intergaláctico, para las personas que conocía y amaba en la Ciudad Condal solo habrán sido tres o cuatro semanas. Tal es la perversa naturaleza de los viajes allende los márgenes del Sistema Solar.
Mientras me aproximo a mi destino a velocidades cercanas a las de la luz y pasa a mi lado el servicio de bar móvil (con similar urgencia), repaso mis temores de viajero interestelar: que cuando vuelva ya nadie se acuerde de mí, que la tecnología del mundo al que retorno me resulte ininteligible y las costumbres de sus gentes, alienígenas. Aunque, por otro lado, ¿en qué difere esto de un día cualquiera?
Esta segunda semana del año me atravesó el cuerpo como un puñado de neutrinos, pero algunas cosas sí que hicieron mella. Quizá el suceso más destacable de todos fue el cumpleaños de mi abuela. Cien años dando vueltas alrededor del Sol, ahí es nada. Aparte de su nacimiento, que la Wikipedia no recoge, he aquí varios hechos reseñables del año en que vino al mundo (1923, para los despistados):
Pero volviendo a mí, gracias, esta segunda semana del año la pasé también orbitando, pero en mi caso alrededor de una gran bola de estrés laboral y, en menor medida, personal. Esto tuvo como efecto secundario que viera menos películas que la semana anterior (aunque logré colar un par de pelis muy buenas):
Además de celebrar la longevidad de mi abuela, lidiar con la bola de estrés y ver varios thrillers en blanco y negro, también saqué tiempo para arañar algunas páginas de «La Montaña Mágica», comenzar los diarios de Patricia Highsmith, apuntarme in extremis al taller de escritura que organiza Cascante a finales de mes, y enfadarme con mi casero, quien asumo que duerme a pierna suelta.
Intergalácticamente,
Javier