Al principio de la semana hago Cmd+Tab y me meto en un taller de escritura donde, como en The Whale, el instructor se esconde tras un rectángulo opaco, y donde, a diferencia de The Whale, no presento ningún trabajo escolar sobre Moby Dick que luego el profesor insiste machaconamente en que le lean. Tampoco entrego un texto «jodidamente honesto» ni nada parecido, si no mil quinientas palabras, repartidas en cómodos fascículos e hilvanadas con aprensión y nocturnidad, que posteriormente son recibidas con interés moderado tirando a bajo (lo cual naturalmente me desinfla y me lanza a un estado de malestar general del que apenas estoy saliendo ahora; algo por otro lado muy similar a lo que sentí durante la proyección de la estúpida peli de Aronofsky).

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Semana agridulce y confusa pero también bonita en la que me ofrecieron volver a organizar Poetry Slash (manténganse a la escucha), recibí dos malas noticias de amigas cercanas, fui al Pony y al Fismuler con Erica, vi The Whale con ella, Yago y Anna («people are amazing», la peli todo lo contrario), me levanté súper pronto para ir al dentista (algo supuestamente divertido que nunca etc.), cociné un bizcocho que me acompañó en los mejores momentos, vi Touchez Pas au Grisbi (mal) y Undine (peor), y pasé un día estupendo deambulando con Erica por Vilassar de Mar y Premià (también de Mar) planeando la construcción del parque temático más grande del mundo dedicado a las principales emociones humanas: el terror, el amor, la confusión, y las ganas de ir al baño (entre otras). Las únicas fotos decentes que hice fueron en sueños.

Escribo estas líneas desde el tren León-Barcelona que me devolverá, por fin, a casa. ¿Pero a qué llamo yo casa? ¿Cuánto tiempo he estado realmente fuera? ¿Y quién es el presidente ahora? Imposible determinar nada con exactitud (especialmente con esta wifi). Lo que para mí representaron varios años de soledad y vacío intergaláctico, para las personas que conocía y amaba en la Ciudad Condal solo habrán sido tres o cuatro semanas. Tal es la perversa naturaleza de los viajes allende los márgenes del Sistema Solar.

Mientras me aproximo a mi destino a velocidades cercanas a las de la luz y pasa a mi lado el servicio de bar móvil (con similar urgencia), repaso mis temores de viajero interestelar: que cuando vuelva ya nadie se acuerde de mí, que la tecnología del mundo al que retorno me resulte ininteligible y las costumbres de sus gentes, alienígenas. Aunque, por otro lado, ¿en qué difere esto de un día cualquiera?

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