Desde hace 72 horas recibo misteriosas llamadas telefónicas. Primero fue una en Los Banos, California. Al poco llegan otras desde Tahoe City, Woodland y North San Juan. No descuelgo el teléfono ni bloqueo los números, simplemente anoto la ciudad que me llama insistentemente cada día y luego las miro todas juntas en Google Maps. Me imagino que si esto continua un tiempo uniré los puntos y se me revelará un mensaje: una calavera, la fecha exacta de mi muerte, las coordenadas de un tesoro, tonto el que lo lea, algo así.

Pienso que no tomo las suficientes notas y que por eso luego me va tan mal con la escritura, así que me obligo a llevar un portaminas y una libreta a todas partes. Después de tres días solo he anotado cuatro cosas. Si no me va bien escribiendo no es por las notas que no tomo, es porque no me siento a escribir.

Raquel me envía un mensaje desde Nueva York y aprovecho la ocasión para actualizar este mapa y pasarle algunas recomendaciones.

Sigo leyendo a buen ritmo. Le doy plantón a Vladimir por segunda vez y me pongo con un Zambra nuevo, uno de relatos titulado «Mis Documentos». Me está gustando mucho y me sirve para expandir mi lista de palabras y modismos chilenos favoritos: achuntar, al tiro, bacán, estar achacado, estar pato, guagua, guaripola, hachazo, chambonada, huevón, volantín, restorán, pololear, qué fome, tincar, valer hongo, me late.

Hago la última ronda del día por las redes sociales y me cruzo con un mensaje de Andrea en Bluesky que podría firmar yo: «me parece cada vez más difícil encontrar un resquicio para la alegría, la esperanza y lo bonito».