Al principio de la semana hago Cmd+Tab
y me meto en un taller de
escritura donde, como en The Whale,
el instructor se esconde tras un rectángulo opaco, y donde, a diferencia de The
Whale, no presento ningún trabajo escolar sobre Moby Dick que luego el profesor
insiste machaconamente en que le lean. Tampoco entrego un texto «jodidamente
honesto» ni nada parecido, si no mil quinientas palabras, repartidas en cómodos
fascículos e hilvanadas con aprensión y nocturnidad, que posteriormente son
recibidas con interés moderado tirando a bajo (lo cual naturalmente me desinfla
y me lanza a un estado de malestar general del que apenas estoy saliendo ahora;
algo por otro lado muy similar a lo que sentí durante la proyección de la
estúpida peli de Aronofsky).
Al margen de mi experiencia particular, reflexiono sobre la imposibilidad real de enseñar a escribir. Como mucho, lo único que puede hacerse es intervenir ex post facto y realizar observaciones puntuales sobre elementos superfluos o ausentes, señalar desatinos ortotipográficos, insistir en la importancia capital de la absorción de múltiples fuentes (cuantas más referencias y más diversas, mejor), y reiterar que las náuseas y otras incomodidades psicosomáticas para los que la ciencia aún no ha encontrado remedio son inherentes al proceso creativo y que hay que joderse y seguir escribiendo. Pues vaya.
En ese sentido, los talleres como al que yo fui solo pueden resultar un fracaso si los asistentes, inicialmente interesados en la práctica de la escritura, salen de los mismos desencantados, volcando su atención en actividades de dudosa moralidad como la minería de bitcoins o el diseño gráfico. Dado que no fue este mi caso, considero que el dinero y el tiempo que invertí estuvieron bien empleados.
De este taller en particular me llevo varias cosas:
Si hay interés, quizá comparta dicha lista en otra ocasión. Mientras tanto, seguiré leyendo variado, escribiendo mucho, y sintiéndome regular (pero sin que esto me paralice).